Mateo tenía seis años y unos ojos que reflejaban muchas emociones, todos los colores estaban ahí: el miedo, la esperanza, la duda. Cada noche, al filo de las nueve, se acercaba a la orilla de la cama de su papá como quien pide permiso al mar para mojarse los pies.
—Papá… ¿puedes cuidar el pasillo esta noche?
—Claro, campeón —decía él, con voz espesa, arrastrando las palabras como quien arrastra culpas que no se atreve a mirar—. Aquí estaré, vigilando.
Mateo se acomodaba entre las sábanas como si construyera un refugio secreto. Le dejaba la puerta entreabierta, apenas una rendija de luz que lo separaba del pasillo, ese territorio donde vivía el monstruo. No lo describía con precisión. No decía si tenía garras o cuernos, sólo que aparecía después de que la tele se apagaba y el silencio se convertía en un grito.
Al principio, el papá pensaba que era una etapa. Todos los niños inventan monstruos, se decía, mientras destapaba otra cerveza para "relajarse" después de un largo día de nada. Pero con el tiempo, las palabras de su hijo comenzaron a pesarle como si fueran profecías.
—Es que cuando entras… no pareces tú —le dijo una noche, sin levantar mucho la voz.
—¿Yo? ¿Entrar a dónde?
—Al cuarto. Me ves, pero no me ves. Tu voz cambia. Tus ojos están raros. Hueles como el monstruo.
El hombre se quedó quieto. La cerveza en su mano tembló un poco, no lo suficiente para derramarse, pero sí para manchar el momento. Se rió nervioso.
—No digas tonterías. Yo te cuido.
Pero el niño no respondía ya con alivio. Solo giraba su cuerpo hacia la pared, como quien se resigna a ser cuidado por un monstruo, porque es lo único que hay.
Una noche de lluvia, Mateo no pidió que cuidaran el pasillo. Se metió a su cama y cerró la puerta. El papá se sintió libre, casi aliviado. Apagó la luz del pasillo por primera vez en meses y abrió otra cerveza. El silencio se tragó la casa.
A las tres de la madrugada, se escuchó un golpe seco, seguido de un sollozo leve. El padre, tambaleante, se acercó al cuarto. La puerta estaba cerrada. Tocó.
—¿Mateo?
Silencio. Luego una voz apenas audible, del otro lado de la madera.
—No entres, monstruo.
Y entonces, el padre se vio reflejado en la perilla de la puerta, deformado por el metal, con el rostro rojizo, los ojos vacíos, la sombra larga detrás de él… como una figura que no sabe si proteger o devorar.
Y no entró... No esa noche...
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