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La cornisa


Despierta con el vértigo clavado en las tripas. No hay cama, no hay suelo. Sólo la cornisa angosta bajo sus pies descalzos, el concreto rugoso mordiéndole las plantas, y el abismo cantando su nota larga y grave desde abajo.

—¡No lo hagas! —grita una voz con el alma hecha jirones.

Gira el rostro. Una mujer. El cabello revuelto, los ojos como faros encendidos de sal. Él parpadea, intenta recordar. ¿Quién es? ¿Quién es ella? No hay respuesta, sólo esa náusea de altura y vacío en la cabeza.

—¿Qué está pasando? —musita—. No sé quién eres. No sé dónde estoy.

La mujer se desmorona de rodillas, en la azotea. Llora, le ruega. Él retrocede. El viento le susurra nombres que no entiende.

Cierra los ojos. Tal vez si los cierra...

Los abre. Y ahora es ella la que está en la cornisa.

—¡Por favor, baja! —suplica él—. ¡No lo hagas, no sé qué está pasando!

La ve temblar. Ve su miedo reflejado en sus ojos. Es un espejo quebrado: la misma escena, cambiando de roles como actores condenados a repetir una tragedia.

Vuelve a parpadear.

Otra vez él. Otra vez al filo.

Otra vez ella, rota, implorando.

Así una vez. Diez. Cien. Mil.

Las palabras se desgastan. Las súplicas ya no tienen carne, sólo eco. Lo único que permanece es esa certeza en la médula: el ciclo no terminará hasta que uno de los dos salte.

Una noche, el viento sopla distinto. Él la mira, ella lo mira. En los ojos de ambos, algo cambia.

No hay promesas. No hay resolución. Sólo la posibilidad de un paso adelante.

Y entonces…

Silencio.


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